Volvimos
al local dispuestos a todo: arrebatamos avaros el aparato del estante y lo
pusimos delante de la cajera para que nos cobrara. En un ruso magnífico nos
señaló a otro individuo, que, al parecer, era el encargado de empaquetar, de
vender y de charlar con los clientes hasta, como pudimos comprobar, la
extenuación. Eran las siete menos cuarto cuando posamos el radiocasé sobre el
mostrador y daban las siete cuando el tal individuo, interrumpiendo su animosa conversación,
nos hizo ver en un inglés prístino que la tienda estaba closed. Nos miramos como las efigies en las monedas, sin dar
crédito a lo que acabábamos de oír: closed,
closed. Agitamos el radiocasé en señal de tímida protesta y él agitó su
muñeca, primero para enseñarnos la puntualidad de su cronógrafo japonés, y
luego, ante nuestra insistencia, a veces malhiriente para quien conoce nuestro
idioma, para mostrar las potencialidades de su perímetro moscovita. Dimos las
gracias por su atenta enseñanza y salimos veloces al exterior lluvioso.
Habíamos
eludido la espada; aún nos quedaba la pared de Petrov. Lo vimos despistado,
fumando detrás de las acacias. Miró nuestras manos y yo vi entre las hojas del
árbol una gran interrogante, como la que pintan en las historietas. Como dos
resortes pavlovianos desnudamos Gabriel y yo nuestros brazos y golpeamos con el
índice la esfera de nuestros relojes repetidas veces: time, clock, closed eran las excusas, las esclusas de la pared que
creíamos adivinar. Todo hay que decirlo: nos equivocamos; el gran Petrov restó
importancia al fracaso y nos acunó como hijos suyos, palmeando nuestros lomos
con ternura. Le devolvimos, torpes, quizá demasiado conmovidos, el fajo
impertinente de billetes, pero su prudencia no los admitió: dans l'auto, dans l'auto, s'il vous plait.
Disimulamos como pudimos y, entonces, rodaron los billetes por el suelo,
volaron Isabel II, la Republique Française y Washington un par de metros antes
de posarse sobre el charco discontinuo de Moscú. Recogimos el dinero y nos
encaminamos, con una vergüenza de siglos, hacia el coche verde Lada con
asientos de leopardo absolutamente abatido.
El
camarero lituano -que comenzábamos a apodar Grasaukas por merecidas razones-
dormitaba, asido, como en una pesadilla, a la palanca del cambio. Tan pronto
como nos oyó abrir la puerta, buscó con los párpados sonámbulos el paquete del
recado. No hallándolo, interrogó a su amigo Petrov, mientras miraba cómo
extendíamos la mano para devolverles el ramillete de dinero que quemaba.
Encendió el motor y murmuró algo encima del volante forrado de pelusilla
blanca. El silencio se apiadó de nosotros y nos prometió un remansado viaje de
regreso.
Moscú,
a esa hora gris del crepúsculo, era una ciudad agitada. Las anchísimas
avenidas, ocupadas por los raíles del tranvía, no eran obstáculo para que los
transeúntes las cruzasen enfebrecidos y los automóviles, sin disminuir un ápice
su velocidad convulsa, tratasen de sortearlos con sabia pericia. En la calle
Kropotkin cuatro soldados cruzaban un paso de cebra al estilo Abbey Road; en la
calle Arbat dos fakires, descendientes directos de aquellos tártaros que
nadaron el Volga y fundaron la ciudad, expulsaban, besándose, el fuego de las
entrañas; en la calle Kalinin escuchamos como en una tómbola las voces de los
profetas, atados a las barbas de miles de rasputines, que anunciaban un
apocalipsis de vodka y caviar.
Gracias
a esa visión fugaz, simultánea, desde las ventanillas de un coche casi
grotesco, comprendimos, ya a la altura de la avenida Karl Marx, el alcance de
nuestro mare magnum; el estómago
había tomado un ligero respiro a fuerza de vaciarlo; los párpados ya no
enturbiaban el horizonte; la mente obraba con oportuna diligencia. En ese
momento de lucidez, en medio de un cruce hirviente, la policía detuvo el
automóvil. Nuestro Grasaukas bajó la ventanilla y buscó entre la piel de
leopardo el carné de conducir. En los asientos de atrás Gabriel y yo, separados
por las dos botellas de champán que entraban en el trato, contrajimos nuestras
exhaustas vísceras. El agente, con un mostacho notablemente hostil a la
belleza, nos reclamó la documentación; balbuceamos algunas palabras en un
inglés preocupante y miramos con piedad a nuestros anfitriones. Atajó nuestros
balbuceos la voz poderosa y fluída de Petrov que repetía con cierta constancia Spanski, Spanski. Ignoro si acompañó a
tal seña de identidad algún adjetivo conmiserativo de nuestras circunstancias.
Lo cierto es que el policía, sin dejar de observar nuestro petrificado aplomo
como sanestebanes dispuestos a la lapidación, aflojó sus labios con una
picardía extraña. Devolvió el carné a Grasaukas, golpeó entre risitas el techo
verde del coche y nos permitió seguir el camino. Ni Gabriel ni yo nos atrevimos
a escrutar el motivo de las risas que se perpetuaban más recias si cabe en el
coche: nos vimos amoldados al tráfico de nuevo con la sensación nada nueva de
haber sacrificado de nuevo nuestra dignidad.
Después
de tres semáforos absolutamente ignorados, descabalgamos del leopardo frente al
restaurante de partida y entramos, flaqueando aún por el último estupor, en el
local. Pocas palabras cruzamos en aquel momento con los promotores de la
odisea; parecían ignorarnos tanto como a los semáforos y decidieron recobrar
las botellas de champán con tanto sigilo y elegancia que cuando caimos en la
cuenta era ya tarde y habíamos decidido matar el tiempo -ya que de otras cosas
se ocupaba el agua- con un paseo por la plaza Roja.
Habíamos
quedado citados con el resto de la expedición gastronómica en el mismo restaurante.
Eran las ocho y todavía quedaba una hora para el castigo, así que optamos por
airear el palmito, ciertamente deteriorado, por las calles que circundan el
Kremlin. Con un paso ligero bajamos la calle 25 de octubre hacia la plaza Roja.
El gentío había disminuido sensiblemente y sólo permanecían en la calle los
proletarios del mundo unidos por un ferviente vidrio, transparente como las
aguas del lago Baikal; algún taxista que destripaba el capó de su coche, varado
como casi todos en las aceras, esperando, también como todos, el paso veloz del
tiempo; y algunos veteranos de Afganistán, ataviados tristísimos, con las
puntas deliberadamente romas de sus malas estrellas. Entre aquel depósito de
ex-konsomoles rendidos sólo podían caminar, con similar derrota, dos forasteros
como nosotros, perjudicados por el agua, por una especie de noria verde y por
un maniquí en bolas absolutamente deprimido.
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