Caxigalines nella Reguera'l Campizu

16 marzo 2017

La Devolución Rusa 3


Volvimos al local dispuestos a todo: arrebatamos avaros el aparato del estante y lo pusimos delante de la cajera para que nos cobrara. En un ruso magnífico nos señaló a otro individuo, que, al parecer, era el encargado de empaquetar, de vender y de charlar con los clientes hasta, como pudimos comprobar, la extenuación. Eran las siete menos cuarto cuando posamos el radiocasé sobre el mostrador y daban las siete cuando el tal individuo, interrumpiendo su animosa conversación, nos hizo ver en un inglés prístino que la tienda estaba closed. Nos miramos como las efigies en las monedas, sin dar crédito a lo que acabábamos de oír: closed, closed. Agitamos el radiocasé en señal de tímida protesta y él agitó su muñeca, primero para enseñarnos la puntualidad de su cronógrafo japonés, y luego, ante nuestra insistencia, a veces malhiriente para quien conoce nuestro idioma, para mostrar las potencialidades de su perímetro moscovita. Dimos las gracias por su atenta enseñanza y salimos veloces al exterior lluvioso.
Habíamos eludido la espada; aún nos quedaba la pared de Petrov. Lo vimos despistado, fumando detrás de las acacias. Miró nuestras manos y yo vi entre las hojas del árbol una gran interrogante, como la que pintan en las historietas. Como dos resortes pavlovianos desnudamos Gabriel y yo nuestros brazos y golpeamos con el índice la esfera de nuestros relojes repetidas veces: time, clock, closed eran las excusas, las esclusas de la pared que creíamos adivinar. Todo hay que decirlo: nos equivocamos; el gran Petrov restó importancia al fracaso y nos acunó como hijos suyos, palmeando nuestros lomos con ternura. Le devolvimos, torpes, quizá demasiado conmovidos, el fajo impertinente de billetes, pero su prudencia no los admitió: dans l'auto, dans l'auto, s'il vous plait. Disimulamos como pudimos y, entonces, rodaron los billetes por el suelo, volaron Isabel II, la Republique Française y Washington un par de metros antes de posarse sobre el charco discontinuo de Moscú. Recogimos el dinero y nos encaminamos, con una vergüenza de siglos, hacia el coche verde Lada con asientos de leopardo absolutamente abatido.
El camarero lituano -que comenzábamos a apodar Grasaukas por merecidas razones- dormitaba, asido, como en una pesadilla, a la palanca del cambio. Tan pronto como nos oyó abrir la puerta, buscó con los párpados sonámbulos el paquete del recado. No hallándolo, interrogó a su amigo Petrov, mientras miraba cómo extendíamos la mano para devolverles el ramillete de dinero que quemaba. Encendió el motor y murmuró algo encima del volante forrado de pelusilla blanca. El silencio se apiadó de nosotros y nos prometió un remansado viaje de regreso.
Moscú, a esa hora gris del crepúsculo, era una ciudad agitada. Las anchísimas avenidas, ocupadas por los raíles del tranvía, no eran obstáculo para que los transeúntes las cruzasen enfebrecidos y los automóviles, sin disminuir un ápice su velocidad convulsa, tratasen de sortearlos con sabia pericia. En la calle Kropotkin cuatro soldados cruzaban un paso de cebra al estilo Abbey Road; en la calle Arbat dos fakires, descendientes directos de aquellos tártaros que nadaron el Volga y fundaron la ciudad, expulsaban, besándose, el fuego de las entrañas; en la calle Kalinin escuchamos como en una tómbola las voces de los profetas, atados a las barbas de miles de rasputines, que anunciaban un apocalipsis de vodka y caviar.
Gracias a esa visión fugaz, simultánea, desde las ventanillas de un coche casi grotesco, comprendimos, ya a la altura de la avenida Karl Marx, el alcance de nuestro mare magnum; el estómago había tomado un ligero respiro a fuerza de vaciarlo; los párpados ya no enturbiaban el horizonte; la mente obraba con oportuna diligencia. En ese momento de lucidez, en medio de un cruce hirviente, la policía detuvo el automóvil. Nuestro Grasaukas bajó la ventanilla y buscó entre la piel de leopardo el carné de conducir. En los asientos de atrás Gabriel y yo, separados por las dos botellas de champán que entraban en el trato, contrajimos nuestras exhaustas vísceras. El agente, con un mostacho notablemente hostil a la belleza, nos reclamó la documentación; balbuceamos algunas palabras en un inglés preocupante y miramos con piedad a nuestros anfitriones. Atajó nuestros balbuceos la voz poderosa y fluída de Petrov que repetía con cierta constancia Spanski, Spanski. Ignoro si acompañó a tal seña de identidad algún adjetivo conmiserativo de nuestras circunstancias. Lo cierto es que el policía, sin dejar de observar nuestro petrificado aplomo como sanestebanes dispuestos a la lapidación, aflojó sus labios con una picardía extraña. Devolvió el carné a Grasaukas, golpeó entre risitas el techo verde del coche y nos permitió seguir el camino. Ni Gabriel ni yo nos atrevimos a escrutar el motivo de las risas que se perpetuaban más recias si cabe en el coche: nos vimos amoldados al tráfico de nuevo con la sensación nada nueva de haber sacrificado de nuevo nuestra dignidad.
Después de tres semáforos absolutamente ignorados, descabalgamos del leopardo frente al restaurante de partida y entramos, flaqueando aún por el último estupor, en el local. Pocas palabras cruzamos en aquel momento con los promotores de la odisea; parecían ignorarnos tanto como a los semáforos y decidieron recobrar las botellas de champán con tanto sigilo y elegancia que cuando caimos en la cuenta era ya tarde y habíamos decidido matar el tiempo -ya que de otras cosas se ocupaba el agua- con un paseo por la plaza Roja.
Habíamos quedado citados con el resto de la expedición gastronómica en el mismo restaurante. Eran las ocho y todavía quedaba una hora para el castigo, así que optamos por airear el palmito, ciertamente deteriorado, por las calles que circundan el Kremlin. Con un paso ligero bajamos la calle 25 de octubre hacia la plaza Roja. El gentío había disminuido sensiblemente y sólo permanecían en la calle los proletarios del mundo unidos por un ferviente vidrio, transparente como las aguas del lago Baikal; algún taxista que destripaba el capó de su coche, varado como casi todos en las aceras, esperando, también como todos, el paso veloz del tiempo; y algunos veteranos de Afganistán, ataviados tristísimos, con las puntas deliberadamente romas de sus malas estrellas. Entre aquel depósito de ex-konsomoles rendidos sólo podían caminar, con similar derrota, dos forasteros como nosotros, perjudicados por el agua, por una especie de noria verde y por un maniquí en bolas absolutamente deprimido.

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