Caxigalines nella Reguera'l Campizu

16 marzo 2017

La Devolución Rusa 2


Tras unas vueltas en el tiovivo de los almacenes Gum en busca ellos del gorro de astracán y yo de los servicios, decidí que lo mío era más urgente y salí corriendo y alcancé la calle y busqué un lugar y allí vacié mi alma. Sólo recuerdo mis mocasines de ante moteados por las salpicaduras y la madera turbia de los servicios a los que acudí a limpiarme. De lo demás sólo retengo una nebulosa en la que se mezclan la mirada de los tranvías, los coches oficiales detenidos ante S. Basilio y la moneda en el platillo de la que no friega en los toilettes. Al cabo volví a la plaza que se movía y hallé nueve sombreros de astracán falso que se preguntaban absortos dónde me había metido y no se atrevían a averiguarlo. Les narré mis inclinaciones (todas) y mis aptitudes (las más inmediatas) y deduje que despreciaban los detalles, de modo que traté de desviar, además de mi mirada, ya largo rato descompuesta en las estrellas brillantes del Kremlin, la conversación.
Se cumplía el plazo que el camarero lituano nos había impuesto para perpetrar el encargo. Confieso que si en aquel instante me hubieran sugerido la posibilidad de besar con arrobo y alevosía la momia encerada de Vladimir Ilich Ulianov lo habría hecho sin ningún rubor: hoy, que conozco los pasos sucesivos de mi debacle, puedo asegurarlo, habría sido preferible. Se decidió entre los concurrentes -ignoro quién fue el ocurrente, aunque estoy por asegurar que yo mismo- que Gabriel y yo cumpliríamos lo semipactado: nuestro don de gentes y nuestro particular conocimiento de los diez primeros números en ruso nos confería preminencia.
Nos dirigimos, entonces, Gabriel y yo al Slavianski Bazar, que así se llamaba el restaurante de la cita. Oleadas de moscovitas, ajenos a mi delicada situación estomacal, zampaban helados de papel, de difícil definición. Al cruzar la calle se nos acercó una suerte de Karamazov atravesado por la penuria y nos remitió de un zurrón caqui un frasco de valioso caviar, mientras miraba al infinito de la calle y susurraba buon mercato, buon mercato. Habíamos hallado en plena zarabunda escatológica y en medio de la estepa el alma del zoco y esa oportunidad exótica no la podíamos dejar escapar. Por ello y aunque ya íbamos aviados del funesto caviar, adquirimos, entre amagos de repugnancia, las maléficas huevas.
El rótulo del restaurante se hizo esperar durante los 30 minutos que siguieron al momento de pasarlo de largo por primera vez. La memoria en momentos tan frágiles como el nuestro se debilita extraordinariamente. De todas maneras, me sirvió para visitar con especial asiduidad y, sobre todo, con especial recogimiento casi todos (dos, en total, cree recordar hoy Gabriel que los frecuentó con parecidas ansias) los servicios públicos de la ciudad de los zares.
Entramos en el local pasadas las siete de la tarde y lejos de encontrar un maître al acecho hubimos de buscarlo en la cocina, donde departía más que amigablemente con una georgiana de carnes casi breznevianas. Sonrió, abandonó el manjar y nos condujo hasta una especie de oficina, que en realidad era el ropero. Allí nos comunicó el plan como pudo: primero apelando al inglés, luego a la mímica y, por último, a un colega que en sus ratos libres practicaba el francés con las filles très jolies de la France que envodkaba. Tartamudeaba al hablar y eso nos ayudó mucho ya que repetía constantemente, a modo de consigna, que era très important y que pas des problems avec la police. Temimos que no iba a traspasar ese pequeño umbral de las prevenciones, pero después de todos los titubeos logró traducir el recado que el camarero le iba relatando. Cuando acabaron el uno de hablar y el otro de tartamudear francés la suerte ya estaba echada y en nuestras manos ya había veinte dólares, treinta y siete marcos, ciento veinte francos y cuarenta libras esterlinas, al margen, claro está, de dos botellas del inevitable champán soviético para cuando todo hubiese acabado.
El todo consistía en aprovechar (ellos) nuestra condición de extranjeros que pueden entrar en tiendas sólo para extranjeros y comprar radiocasés y vídeos y televisores que los extranjeros pueden comprar en el extranjero, incluso más barato. Con el dinero que envolvía una goma podríamos comprar dos radiocasés para ellos, japaneses, s'il vous plait, avec deux cassettes, bien, bien, tout bien, grands, comme ça, bien, bien, ok. Con los objetivos francamente expuestos nos metimos los cuatro en un lada verde tapizado en leopardo. Comenzó a llover de nuevo, como si los cielos pretendiesen apurar nuestra desgracia. Lo cierto es que entre el decorado alucinógeno, el tartamudeo del copiloto y el tubo de escape inexistente no logramos entablar charla alguna durante el trayecto; sólo en el conflictivo cruce de la biblioteca Marx se sintió la portentosa voz del camarero lituano mientras enseñaba con orgullo el dedo corazón a los conductores que trataban por todos los medios de embestirnos.
Tras un tripi inolvidable nos detuvimos frente a la tienda prometida. Recibimos los últimos mandamientos mientras posábamos los pies en una charca, cuyas aguas no habían sido convenientemente separadas, y disimulamos como pudimos el nerviosismo uniendo sin pudor el índice y el pulgar con una mano y erigiendo el pulgar con la otra como si pulsáramos la tecla invisible del puro canguelo. Cuando nos incorporamos sobre la acera, el mundo volvió a cobrar la misma inestabilidad para mis retinas. Todo comenzó a dar vueltas, incluso la mole imperturbable del Hotel Ucrania, allá a lo lejos, sobre el río, aquí cerca, hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia abajo, en espiral, siempre culminada por una estrella de cinco puntas encendida como el carbunclo prepucial de los mandriles. Me repuse por un instante apoyado en el hombro de Gabriel y entramos en la guarida de los radiocasés.
Antes de llegar a ellos, recorrí con los ojos de un náufrago las estanterías, repletas de pellejos de astracán, cajas destempladas de laca, figuritas de marfil de Omsk con un cazador, matrioskas de aspecto fiero, freudianas, y vodka, mucho vodka, siempre con moneda foránea. Ya alcanzaba mi vista los aparatos musicales en cuestión cuando mis vísceras, inestables y móviles, pretendieron protagonismo. Las estanterías se nublaron. El suelo de blanco sintasol se convirtió en mosaico pompeyano, quizá pop. La puerta, de mostrenca forma, fue, por instantes, giratoria. Aunque me hallaba en circunstancias escasamente admirables, controlé mis impulsos y, sin abrir boca, o mejor dicho, tapándola, salí en silencio, con las manos casi implorantes, lívido, a la calle, al charco, a la esquinita amiga, protectora, para expulsar los demonios carbónicos de mi alma anegada. Confieso que en aquel momento aún tuve arrestos para contemplar el escaparate y sonreir fugaz ante el reflejo fantasmagórico de un extranjero sujetando el occipital tal y como su madre le había enseñado a hacer en las infinitas ocasiones en que visitaba las cunetas y sonriendo estúpidamente a un escaparate en el que sólo había un triste maniquí desnudo.
Entretenido como estaba ante la muestra patente de mi desdicha, no advertí la presencia de Gabriel, que, alarmado por mi desaparición repentina, había salido de la tienda y alargado hacia mí un pañuelo, cuyo probable valor sentimental fue saqueado allí mismo por mi cara bonita. No logro recordar lo que me dijo; sólo acierto a retener su imagen adánica, bajo un paraguas roto desde Melilla, afeitado por debajo de la epidermis, con las botas de plástico de todo un húsar, y atravesado, a la manera épica de los Joan Serra, por una bandolera azul, de letras blancas donde se leía International Tours en diagonal.
La reentrée en la tienda fue poco menos que triunfal: las dependientas festejaban, entre estupefactas e irrespetuosas, nuestra entereza; los clientes japoneses reían ciegos mis tambaleantes andanzas, mientras probaban, a modo de albarda, tristes visones que se mordían indefensos la cola. El espectáculo, a juzgar por lo festivo de los oblicuos rostros, debió de ser apoteósico. Gabriel, sonrojadísimo, casi bruno por la pena, corrió hacia los aparatos musicales; se detuvo ante el más extravagante y lo sopesó con los ojos; determinó con la urgencia que aquel era el mejor y me reclamó para decidirlo. Asentí con la misma urgencia, justo en el mismo momento en que el aparato era bajado del anaquel y entregado con exquisita ceremonia por la dependienta a uno de los miles de japoneses que poblaban el establecimiento. Tratamos de articular alguna palabra, alguna queja, pero en aquel momento sólo mi estómago creía articulable.
Con temor a rizar el rizo de nuestro bochorno huimos lentamente de la tienda hacia el lugar donde dañaba el paisaje el color verde del Lada ya algunas veces maldito. Previmos la cara de estupor de nuestros anfitriones de fechorías y nos adelantamos a farfullar desolés, desolés, con frenesí y a meternos en el coche y a largarnos que ya era hora. Yo ya abría las puertas del bólido cuando el copiloto abrió la suya y salió disparado hacia un simulacro de parque, mientras nos hacía señas, con una mano mutilada y repleta de muñones imperfectos, de que le siguiésemos. Apenas entrados en el bosquecillo, Gabriel se detuvo; al principio supuse que para desplegar el paraguas melillense; luego comprobé que era para desplegar de manera inequívoca su particular sentido de la amistad. Allí entre los matorrales lo avisté, doblegado, hundido, con la bolsa azul de International Tours como muleta, su paraguas como parapeto de sus angustias, y las botas de cosaco como recipientes de sus muchas almas. En aquel momento me descubrí a mí mismo en aquel catalán articulado y me di pena, me di una inmensa pena, que aún hoy, cuando lo recuerdo, no logro arrebatar de mi vida. Acudí al lugar del siniestro no para ayudarlo o para ofrecerle nuevos pañuelos, sino para agradecerle todo lo que acababa de hacer por mí. Sonrió cuando le di las gracias y volvió a doblarse expresivamente solidario.
Tras la entrañable catástrofe, emprendimos el camino con el camarero que ya empezaba a ser Petrov. Soportamos algunas insinuaciones sobre nuestro calamitoso estado en forma de relámpagos de risa dorados, procedentes de todo un altar de iconos dentales, acompañados de medio dedo pulgar que indicaba la garganta. Pretendía contarle lo del agua carbónica que carbonizaba, pero advertí que cuando yo decía eau su sonrisa era más escandalosa, más peligrosamente cómplice incluso, de modo que era mejor tambalearse de nuevo y seguirle la corriente.
La corriente llevaba a otro establecimiento, éste, al parecer, especializado en aparatos electrónicos. Agradecimos que no ocupase el escaparate ningún maniquí y entramos, entusiasmados con la novedad, en el local. Las estanterías rebosaban artículos de consumo y los pasillos eran cajas aún sin desembalar. En nuestro peregrinaje por la tienda llegamos, al final de la misma, a una especie de bar rojo, encarnadísimo, donde lozanos alemanes enjarrillaban inciertos bebedizos, mientras ciertas jovencitas, hombro con hombre, acompasaban sus tragos más de lo imprescindible. Con el asombro en el rostro ante tamaño bazar de las sorpresas, retrocedimos en busca de alguien que nos atendiese -noble cometido- en aquella tienda.
Al regresar a la entrada topamos con un extraordinario radiocasé japonés, con doble pletina, doble altavoz, doble dolby y doble precio. Hicimos cuentas con el manojo de billetes y comprobamos que sólo podíamos comprar uno. Salimos de la tienda con el fin de consultar a nuestro Petrov si no tenía ningún inconveniente en que hiciésemos la mitad del recado. Da, da, da, da, nos apremió, mirando a su reloj inexistente. 

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