Tras
unas vueltas en el tiovivo de los almacenes Gum en busca ellos del gorro de
astracán y yo de los servicios, decidí que lo mío era más urgente y salí
corriendo y alcancé la calle y busqué un lugar y allí vacié mi alma. Sólo
recuerdo mis mocasines de ante moteados por las salpicaduras y la madera turbia
de los servicios a los que acudí a limpiarme. De lo demás sólo retengo una
nebulosa en la que se mezclan la mirada de los tranvías, los coches oficiales
detenidos ante S. Basilio y la moneda en el platillo de la que no friega en los
toilettes. Al cabo volví a la plaza que se movía y hallé nueve sombreros de
astracán falso que se preguntaban absortos dónde me había metido y no se
atrevían a averiguarlo. Les narré mis inclinaciones (todas) y mis aptitudes
(las más inmediatas) y deduje que despreciaban los detalles, de modo que traté
de desviar, además de mi mirada, ya largo rato descompuesta en las estrellas
brillantes del Kremlin, la conversación.
Se
cumplía el plazo que el camarero lituano nos había impuesto para perpetrar el
encargo. Confieso que si en aquel instante me hubieran sugerido la posibilidad
de besar con arrobo y alevosía la momia encerada de Vladimir Ilich Ulianov lo
habría hecho sin ningún rubor: hoy, que conozco los pasos sucesivos de mi
debacle, puedo asegurarlo, habría sido preferible. Se decidió entre los
concurrentes -ignoro quién fue el ocurrente, aunque estoy por asegurar que yo
mismo- que Gabriel y yo cumpliríamos lo semipactado: nuestro don de gentes y
nuestro particular conocimiento de los diez primeros números en ruso nos
confería preminencia.
Nos
dirigimos, entonces, Gabriel y yo al Slavianski Bazar, que así se llamaba el
restaurante de la cita. Oleadas de moscovitas, ajenos a mi delicada situación
estomacal, zampaban helados de papel, de difícil definición. Al cruzar la calle
se nos acercó una suerte de Karamazov atravesado por la penuria y nos remitió
de un zurrón caqui un frasco de valioso caviar, mientras miraba al infinito de
la calle y susurraba buon mercato,
buon mercato. Habíamos hallado en plena zarabunda escatológica y en
medio de la estepa el alma del zoco y esa oportunidad exótica no la podíamos
dejar escapar. Por ello y aunque ya íbamos aviados del funesto caviar,
adquirimos, entre amagos de repugnancia, las maléficas huevas.
El
rótulo del restaurante se hizo esperar durante los 30 minutos que siguieron al
momento de pasarlo de largo por primera vez. La memoria en momentos tan
frágiles como el nuestro se debilita extraordinariamente. De todas maneras, me
sirvió para visitar con especial asiduidad y, sobre todo, con especial
recogimiento casi todos (dos, en total, cree recordar hoy Gabriel que los
frecuentó con parecidas ansias) los servicios públicos de la ciudad de los
zares.
Entramos
en el local pasadas las siete de la tarde y lejos de encontrar un maître al
acecho hubimos de buscarlo en la cocina, donde departía más que amigablemente
con una georgiana de carnes casi breznevianas. Sonrió, abandonó el manjar y nos
condujo hasta una especie de oficina, que en realidad era el ropero. Allí nos
comunicó el plan como pudo: primero apelando al inglés, luego a la mímica y,
por último, a un colega que en sus ratos libres practicaba el francés con las filles très jolies de la France que
envodkaba. Tartamudeaba al hablar y eso nos ayudó mucho ya que repetía
constantemente, a modo de consigna, que era très
important y que pas des problems avec
la police. Temimos que no iba a traspasar ese pequeño umbral de las
prevenciones, pero después de todos los titubeos logró traducir el recado que
el camarero le iba relatando. Cuando acabaron el uno de hablar y el otro de
tartamudear francés la suerte ya estaba echada y en nuestras manos ya había
veinte dólares, treinta y siete marcos, ciento veinte francos y cuarenta libras
esterlinas, al margen, claro está, de dos botellas del inevitable champán
soviético para cuando todo hubiese acabado.
El
todo consistía en aprovechar (ellos) nuestra condición de extranjeros que
pueden entrar en tiendas sólo para extranjeros y comprar radiocasés y vídeos y
televisores que los extranjeros pueden comprar en el extranjero, incluso más
barato. Con el dinero que envolvía una goma podríamos comprar dos radiocasés
para ellos, japaneses, s'il vous plait,
avec deux cassettes, bien, bien, tout bien, grands, comme ça, bien, bien, ok.
Con los objetivos francamente expuestos nos metimos los cuatro en un lada verde
tapizado en leopardo. Comenzó a llover de nuevo, como si los cielos
pretendiesen apurar nuestra desgracia. Lo cierto es que entre el decorado
alucinógeno, el tartamudeo del copiloto y el tubo de escape inexistente no
logramos entablar charla alguna durante el trayecto; sólo en el conflictivo
cruce de la biblioteca Marx se sintió la portentosa voz del camarero lituano
mientras enseñaba con orgullo el dedo corazón a los conductores que trataban
por todos los medios de embestirnos.
Tras
un tripi inolvidable nos detuvimos frente a la tienda prometida. Recibimos los
últimos mandamientos mientras posábamos los pies en una charca, cuyas aguas no
habían sido convenientemente separadas, y disimulamos como pudimos el
nerviosismo uniendo sin pudor el índice y el pulgar con una mano y erigiendo el
pulgar con la otra como si pulsáramos la tecla invisible del puro canguelo.
Cuando nos incorporamos sobre la acera, el mundo volvió a cobrar la misma
inestabilidad para mis retinas. Todo comenzó a dar vueltas, incluso la mole
imperturbable del Hotel Ucrania, allá a lo lejos, sobre el río, aquí cerca,
hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia abajo, en espiral, siempre
culminada por una estrella de cinco puntas encendida como el carbunclo
prepucial de los mandriles. Me repuse por un instante apoyado en el hombro de
Gabriel y entramos en la guarida de los radiocasés.
Antes
de llegar a ellos, recorrí con los ojos de un náufrago las estanterías,
repletas de pellejos de astracán, cajas destempladas de laca, figuritas de
marfil de Omsk con un cazador, matrioskas de aspecto fiero, freudianas, y
vodka, mucho vodka, siempre con moneda foránea. Ya alcanzaba mi vista los
aparatos musicales en cuestión cuando mis vísceras, inestables y móviles,
pretendieron protagonismo. Las estanterías se nublaron. El suelo de blanco
sintasol se convirtió en mosaico pompeyano, quizá pop. La puerta, de mostrenca
forma, fue, por instantes, giratoria. Aunque me hallaba en circunstancias
escasamente admirables, controlé mis impulsos y, sin abrir boca, o mejor dicho,
tapándola, salí en silencio, con las manos casi implorantes, lívido, a la
calle, al charco, a la esquinita amiga, protectora, para expulsar los demonios
carbónicos de mi alma anegada. Confieso que en aquel momento aún tuve arrestos
para contemplar el escaparate y sonreir fugaz ante el reflejo fantasmagórico de
un extranjero sujetando el occipital tal y como su madre le había enseñado a
hacer en las infinitas ocasiones en que visitaba las cunetas y sonriendo
estúpidamente a un escaparate en el que sólo había un triste maniquí desnudo.
Entretenido
como estaba ante la muestra patente de mi desdicha, no advertí la presencia de
Gabriel, que, alarmado por mi desaparición repentina, había salido de la tienda
y alargado hacia mí un pañuelo, cuyo probable valor sentimental fue saqueado
allí mismo por mi cara bonita. No logro recordar lo que me dijo; sólo acierto a
retener su imagen adánica, bajo un paraguas roto desde Melilla, afeitado por
debajo de la epidermis, con las botas de plástico de todo un húsar, y
atravesado, a la manera épica de los Joan Serra, por una bandolera azul, de
letras blancas donde se leía International Tours en diagonal.
La
reentrée en la tienda fue poco menos
que triunfal: las dependientas festejaban, entre estupefactas e irrespetuosas,
nuestra entereza; los clientes japoneses reían ciegos mis tambaleantes
andanzas, mientras probaban, a modo de albarda, tristes visones que se mordían
indefensos la cola. El espectáculo, a juzgar por lo festivo de los oblicuos
rostros, debió de ser apoteósico. Gabriel, sonrojadísimo, casi bruno por la
pena, corrió hacia los aparatos musicales; se detuvo ante el más extravagante y
lo sopesó con los ojos; determinó con la urgencia que aquel era el mejor y me
reclamó para decidirlo. Asentí con la misma urgencia, justo en el mismo momento
en que el aparato era bajado del anaquel y entregado con exquisita ceremonia
por la dependienta a uno de los miles de japoneses que poblaban el
establecimiento. Tratamos de articular alguna palabra, alguna queja, pero en aquel
momento sólo mi estómago creía articulable.
Con
temor a rizar el rizo de nuestro bochorno huimos lentamente de la tienda hacia
el lugar donde dañaba el paisaje el color verde del Lada ya algunas veces
maldito. Previmos la cara de estupor de nuestros anfitriones de fechorías y nos
adelantamos a farfullar desolés,
desolés, con frenesí y a meternos en el coche y a largarnos que ya era
hora. Yo ya abría las puertas del bólido cuando el copiloto abrió la suya y
salió disparado hacia un simulacro de parque, mientras nos hacía señas, con una
mano mutilada y repleta de muñones imperfectos, de que le siguiésemos. Apenas
entrados en el bosquecillo, Gabriel se detuvo; al principio supuse que para
desplegar el paraguas melillense; luego comprobé que era para desplegar de
manera inequívoca su particular sentido de la amistad. Allí entre los
matorrales lo avisté, doblegado, hundido, con la bolsa azul de International
Tours como muleta, su paraguas como parapeto de sus angustias, y las botas de
cosaco como recipientes de sus muchas almas. En aquel momento me descubrí a mí
mismo en aquel catalán articulado y me di pena, me di una inmensa pena, que aún
hoy, cuando lo recuerdo, no logro arrebatar de mi vida. Acudí al lugar del
siniestro no para ayudarlo o para ofrecerle nuevos pañuelos, sino para
agradecerle todo lo que acababa de hacer por mí. Sonrió cuando le di las
gracias y volvió a doblarse expresivamente solidario.
Tras
la entrañable catástrofe, emprendimos el camino con el camarero que ya empezaba
a ser Petrov. Soportamos algunas insinuaciones sobre nuestro calamitoso estado
en forma de relámpagos de risa dorados, procedentes de todo un altar de iconos
dentales, acompañados de medio dedo pulgar que indicaba la garganta. Pretendía
contarle lo del agua carbónica que carbonizaba, pero advertí que cuando yo
decía eau su sonrisa era más
escandalosa, más peligrosamente cómplice incluso, de modo que era mejor
tambalearse de nuevo y seguirle la corriente.
La
corriente llevaba a otro establecimiento, éste, al parecer, especializado en
aparatos electrónicos. Agradecimos que no ocupase el escaparate ningún maniquí
y entramos, entusiasmados con la novedad, en el local. Las estanterías
rebosaban artículos de consumo y los pasillos eran cajas aún sin desembalar. En
nuestro peregrinaje por la tienda llegamos, al final de la misma, a una especie
de bar rojo, encarnadísimo, donde lozanos alemanes enjarrillaban inciertos
bebedizos, mientras ciertas jovencitas, hombro con hombre, acompasaban sus
tragos más de lo imprescindible. Con el asombro en el rostro ante tamaño bazar
de las sorpresas, retrocedimos en busca de alguien que nos atendiese -noble
cometido- en aquella tienda.
Al
regresar a la entrada topamos con un extraordinario radiocasé japonés, con
doble pletina, doble altavoz, doble dolby
y doble precio. Hicimos cuentas con el manojo de billetes y comprobamos que
sólo podíamos comprar uno. Salimos de la tienda con el fin de consultar a
nuestro Petrov si no tenía ningún inconveniente en que hiciésemos la mitad del
recado. Da, da, da, da, nos apremió,
mirando a su reloj inexistente.
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