Caxigalines nella Reguera'l Campizu

16 marzo 2017

La Devolución Rusa e 4


El paseo fue amenizado en su último tramo, justo sobre el antiguo cadalso zarista a los pies de S. Basilio, por un zíngaro que exhibía con orgullo la argolla de su oso perdido. Nuestras andanzas concluyeron, por imperativos letales, un poco más adelante, frente al Rossía. Allí, ante el compendio de los hoteles, nos vinieron unas ganas ubérrimas de exorcizar de nuevo el alma, inefable y críptico suceso que nos venía asolando de lejos, como si fuera un atrocísimo microbio insaciable. En esta ocasión la Fortuna fue con nosotros generosa y permitió que en medio del vestíbulo encontráramos una cuidada cafetería con lavabos incluídos. Saqueamos nuestros depósitos con nuestros mejores desánimos y volvimos sobre nuestros pasos para acudir a la cita.
Llegamos al Slavianski Bazar cuando las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, a la misma hora que los moscovitas eligen para buscar refugio, como nosotros, en los restaurantes de los hoteles, donde se amartelan emocionados, donde danzan infinitamente entre bocado y bocado, y donde recogen las babas de los extranjeros, incrédulos ante el trajín febril de las parejas. No recuerdo en mi vida incendios tan amorosos como los que arden en el interior de los salones de baile de los hoteles de Rusia: las mujeres descubren los hombros hasta las mismísimas fronteras del abismo, descubren la magia del vodka que las impulsa hacia adelante, que las arquea en los giros del baile y que las reposa, dulces, casi muertas, sobre las mejillas de su amor, en un cachetitos de fuego; los hombres, al otro lado del baile, descubren su pecho, siempre ahorcado por la corbata, descubren los hombros descubiertos por las mujeres y se lanzan a morderlos, con parsimonia al principio, fieramente humanos al final, como una espuela de hambre. Ambos mundos se reflejan encendidos en los dientes de oro que mutuamente se obsequian, callados huéspedes del frenesí.
Allí, entre la turbamulta y el resplandor de las muelas, al fondo de un pasillo encarnado, hallamos a nuestros compañeros, pálidos, exangües incluso, entre la alfombra roja que envolvía el vestíbulo. En un banco también enrojecido yacía Jesús de Riglos, el tercero en la concordia de compartir el vaso de agua zotal. Al parecer, por lo que los demás acertaron a contar, ya que el heroico cazador de jabalíes dormía la siesta, el veneno había hecho estragos en el pobre hombre desde la misma Plaza Roja, donde parecen comenzar todas las devoluciones, hasta las inmediaciones del restaurante, donde, por la propia gula, parecen terminar.
Todo el relato de su desgracia, salpicado de tiernas alusiones a la nobleza baturra del protagonista, fue continuamente alterado por el vocerío que procedía del interior del local. Como no podíamos proseguir con la narración de los hechos, que, por otra parte, nos resultaban tan familiares que nos conmovían, decidimos penetrar en el comedor. En el mismo umbral sufrimos la primera decepción: a la vista de los caviares extendidos por las mesas, Gabriel dio la vuelta y desapareció para el resto de la noche. Más tarde conocimos su via crucis, lo del vestíbulo, lo del taxi, lo del hotel, lo de la habitación, lo de la cama. Pero en aquel momento, aturdidos por la Rusia de balalaika y pandereta que invadía el comedor, no nos dimos cuenta de la ausencia de uno de los pilares de la devolución.
El camarero lituano quiso agradecer nuestro pundonor en el encargo reservándonos una mesa afortunadamente lejos del escenario. La música atronaba el comedor, acompañada, como si no fuera suficiente la conmoción, de los brincos bestiales de un grupo folklórico que aspiraba, en instantes de ocasional demencia, a quedar colgado de las vigas del local. El baile (es un decir) consistía en atravesar las piernas con una desesperación notable y adoptar, al mismo tiempo y con los brazos cruzados, una pose de equilibrio y sosiego fuera de toda duda. Fue, para mí, incluso en aquel instante en que mis tripas me preocupaban, la imagen exacta del país, el emblema del viaje, incluso, si alguien me apura, el símbolo de la propia vida. Me reí al pensarlo y decidí desterrar tan absurda idea, pero hoy, que vuelvo sobre aquellos pasos, me veo vestido de zíngaro, zumbado por el acordeón, tratando de acompasar mis piernas convulsas que se me cruzan con el rostro sereno de quien reconoce la brisa y los naufragios.
A la media hora la música folklórica cesó y comenzó a prepararse sobre el escenario una pequeña orquestina que pronto entonó viejas canciones a cuyo arrullo las parejas, enfebrecidas aún más por el champán, se entregaron sin pudor. La fiesta comenzó a animarse cuando el carnicero de Sabadell comenzó a arrimarse a una teutona que demandaba fuego en aquella hoguera de pasiones. En ese mismo instante el teutón que la apacentaba resolvió apagar tan impertinentes bengalas con gritos desaforados. El carnicero, acostumbrado al punzante sonsonete de quien quiere falda y no codillo, mantuvo el tipo con serenidad y apalabró con el individuo una botellita de champán mientras la manzana de la discordia trataba de pudrirse de aburrimiento en los brazos cruzados de un zíngaro, ahora reconvertido en trompeta de la orquestina.
El tiempo fue vaciando el local y las parejas fueron abandonando su universo de besos para arrastrarse por Prospekt Marxa camino de alguna dacha imposible. Era hora de regresar al hotel, de decir adiós a todos los Moscús que habíamos visto y de abrazar los Moscús que intuíamos aún por debajo de la copa azulada del vodka. No tengo buena memoria para este final tristísimo: sé tan sólo que besamos las bocas de los camareros tres veces y robamos los caviares, las botas de un cosaco y las borlas rojas de la camisa de Tatiana, mi bailarina. Aunque intento recordar más hechos de aquella despedida soy incapaz de trasladarlos a este papel cansado: sólo retengo finalmente, como estampa última las luces mortecinas del restaurante, apagadas justo cuando doblamos la esquina y ya Moscú dejaba de creer en las lágrimas.
El camino al hotel desde el Boslshoi hasta Gagarin fue lo suficientemente subterráneo para que nuestra orientación perdiese de una vez por todas el sentido. Desnortados, en medio de una avenida infinita, saqueados por el champán unos, otros por la lujuria, los más por la pereza, ofrecíamos un espectáculo lastimoso. El más sobrio paraba los taxis a porta gayola, el más empecinado quería alcanzar el estadio Lenin porque desde allí, aunque con 5 kilómetros más de andadura, sabía perfectamente llegar al hotel a las 7 de la madrugada; la más turbia recordaba los castigos escolares, los brazos cruzados y la cabeza agazapada sobre el pupitre, babado por el sufrimiento (prefiero ignorar la razón de tal asociación de ideas), la más escéptica proponía axilarse bajo las marquesinas de los autobuses a la espera del alba, el inquieto sollozaba sobre un pravda olvidado, la romántica soñaba con lo inolvidable de aquel momento. Frente a todos, de pie sobre el bordillo, el carnicero de Sabadell sacaba con su último flash su última foto, la misma que ahora contemplo mientras pienso si valdrá la pena algún día remover de nuevo la memoria y contar cómo acabó ese último día en Moscú. Hoy, un jueves de mayo, sobre la ría en calma, prefiero recordarlo en silencio.
Cambados, maio de 1989. 

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