Caxigalines nella Reguera'l Campizu

15 marzo 2017

RETORNO

Recupero a miña vella zuna blogueira. Hoxe para publicar un vello relato das miñas memorias pola Rusia da perestroika, a Rusia soviética que víamos mudar. É unha narración xa vella, probablemente escrita ao pouco de vir dalá, no ano 1988. Xa nevou daquela en Moscú. Agora publico en forma folletinesca aquel arrebato narrativo que titulei La Devolución rusa. Aquí vai coa esperanza de que vos preste.




LA DEVOLUCION RUSA

Primeira Parte
Nunca olvidaré el día en que el Kremlin se estremeció ante mis ojos de extranjero recién cortada la digestión: la cola que camina hacia Lenin coleó en mi cabeza por espasmos y el paso de oca, verde prusia, que surge a las horas menos algo de la torre Spasky y se dirige al mausoleo eterno, fue pura escola de samba en mis párpados febriles.
Todo empezó a la salida del hotel, en el mismo momento en que confundimos a Gagarin con Yazine en el horizonte de la avenida. Nuestra cultura creyó ver en un jayán de acero, erecto y desdibujado, con una esfera a sus pies, la imagen de la araña negra que Marcelino cabeceó. Al acercarnos y llegar al pie mismo del mamotreto apreciamos que la pelota de pentágonos y hexágonos que intuíamos desde una lejanía moscovita era el globo terráqueo (también de pentágonos y hexágonos) que un día abandonó el cosmonauta de acero. Con esta confusión comenzó nuestra carrera de infortunios: maratón, tal vez, hoy que lo pienso.
Hasta aquel preciso instante el viaje, organizado por la agencia Sputnik en un alarde de ironía, no había estado nada mal: recorrimos la Unión Soviética sin pasar necesidades perentorias; conocimos multitud de razas rasgadas, aplicadas al comercio en la amplia dimensión de la palabra; merodeamos siempre, sin alcanzarlos, los lugares más interesantes e incluso descubrimos, gracias a los jarabillos más corruptos, los misterios de la genuflexión más ortodoxa e inoportuna. Entramos, asimismo, en iglesias de iconos y de cadáveres de ancianas paralelamente dispuestos; navegamos las límpidas aguas del Angará; nos emborrachamos en dachas ad hoc, decoradas con prostitutas chuleadas por expertos cubanos; regateamos un par de kopeks en las paradas del tren para comprar rábanos y bayas para el camino: cumplimos, en definitiva, los destinos encomendados sabiamente por la agencia; no sospechábamos, sin embargo, que aún nos aguardaba lo mejor.
En semejante trance éramos un ramillete de personalidades complejas; describirlas una a una sería perder el tiempo en vanas cuestiones sociológicas o psiquiátricas. Para el relato de la desgracia basta saber que diez era el número de los personajes elegidos y tres, como se verá, entre los que me incluyo, el de involuntarios protagonistas.
Aquel día, que era el último en Moscú, el último en la URSS y casi el último en la tierra, decidimos llegar al centro con la sabiduría adquirida en la Siberia que habíamos dejado atrás. Tras el error sobre el maciste metálico con el que comenzamos el periplo, erramos también por el metro y desembocamos, por aquello del cirílico, en la periferia. El nuevo error, sin embargo, no fue descubierto de inmediato. Aún recorrimos un par de kilómetros por edificios abandonados y por descampados sin otra vida que la prefabricada, mientras discutíamos -incluso acaloradamente- la belleza del centro de Moscú. Cuando alguien reconoció la equivocación o el arrabal, volvimos sobre nuestros pasos (aún firmes) y entramos de nuevo en el metró, que por aquel entonces, al menos, sabíamos pronunciarlo.
Bajamos entre robustas efigies de santos bolcheviques más de 100 metros, con el mapa de las líneas al revés. De esa manera providencial surgimos al aire de gran repollo hervido tres horas más tarde, justo cuando los paseantes de la ciudad desaparecen de la faz de la tierra y colean ante las colas que no cesan ante los restaurantes que no abren.
Llevábamos en nuestro ánimo y en la libreta el nombre del mejor restaurante de la capital. Hacia allí encaminamos nuestro cansancio y logramos con la ayuda de nuestra simpatía connatural (total: 50 rublos) encargar la cena para la excursión de 10 personas amantes de ir a todos los sitios siguiendo fielmente el sistema métrico decimal. La cena estaba casi asegurada: caviar (iraní, por supuesto), salmón (finlandés, por supuesto), champán (soviético, por supuesto) y un supuesto coñac armenio. El casi lo puso el tiempo que faltaba para el ágape y, sobre todo, un favor (o delito, nunca lo supimos, ni siquiera ahora) que, a instancias de un camarero lituano, debíamos cometer. La comida, en cambio, era todavía asunto pendiente. Un ex-emigrante en Heildelberg, fotógrafo de nacimiento y carnicero en Sabadell, tomó las riendas del ya largo peregrinaje por Moscú y nos llevó (nos arrastró a algunos) hasta un local, cuyo nombre confundimos entre los espejismos del hambre y nuestro particular y fracasado curso de ruso en el avión de Aeroflot.
El restaurante tenía un brillo prerrevolucionario, especialmente notable en las lámparas lacrimógenas que pendían del estuco color pastel que invade, también prerrevolucionariamente, toda la ciudad. Las ex-marquesas que organizan los banquetes nos colocaron entre las cuatro tetas de dos colosales ninfas que con cara de desgana comprensible sostenían el local. Comenzamos a sospechar que no comeríamos cuando nos dejaron el menú cirílico y Paco de Ayerbe, nuestro amojamado compañero, decidió ir al báter en francés y en inglés y sólo logró la sonrisa de la ex-baronesa que colocaba los cubiertos. Como en una ruleta rusa, entonces, pusimos el dedo allí donde cada uno sospechaba que las letras escondían manjares más suculentos. La elección siguió, sin saberlo, el método establecido por la alta cocina rusa, de modo que comimos lo mismo que habíamos encargado para la cena. ¿Qué importa esta coincidencia, tras 15 días de esmetanas decimonónicas, coles revenidas y kefires embotellados en Petrogrado? Lo cierto es que zampamos y bebimos como posesos, al mismo tiempo que observábamos de reojo alguna mueca de complicidad en el tintineo prerrevolucionario de las arañas.
Los buches estirados, el cerebro plano del vodka, decidimos continuar nuestro previsto paseo por las calles moscovitas, antes de que cayese el invierno. Pagué yo la cuenta después de haberme lanzado con ímpetu a la camarera que no cobraba y de tropezar con cuanta alfombra había a mi paso. Aún recuerdo la escena con exactitud: una ex-marquesa, rival, sin duda, de las ninfas, comprobaba sobre una silla ya revolucionaria las sumas de nuestros platos con una lentitud no exenta de pereza, mientras la ex-baronesa le explicaba en cirílico que habíamos tomado champán y le comentaba en voz baja, seguro que también en cirílico, que habíamos comido como auténticos cerdos: la sonrisa la delataba. Puse los 200 rublos que me demandaba sobre el platillo de cobre y me encaminé hacia la puerta giratoria, no sin antes despedirme con melancolía de los muslos escorzados de las ninfas.
Todos reunidos los diez, a modo de marabunta, subimos la calle Gorki, besamos los pies a la estatua de Pushkin y nos dejamos fotografiar bajo los paraguas recién comprados y recién rotos. Arreciaba la lluvia y nos refugiamos en una galería que exhibía en sus escaparates calzoncillos ensangrentados, caballos de madera cuyo rabo terminaba en lápiz, ojos que eran sillas y, sobre todo, cuadros de chamanes en pleno ataque epiléptico, casi futuristas. Salimos de aquel laberinto con la ayuda de un buriato que comía shaslik mientras hacía la mili y retrocedimos por la calle Gorki hasta el Kremlin. La tarde era plomiza, pero afortunadamente había dejado de llover. Paramos en cuanta tienda pudiera albergar gorro de astracán y paramos también, desgraciados nosotros, ante las máquinas que destilan agua por un kopek en la calle. Todavía hoy las náuseas se agolpan en el esófago al recordarlo, pero qué precipitación y ansia nos asolaron en aquel instante. El regusto salado del caviar exigía agua con indisimulada urgencia y nosotros se la concedimos sin sospechar la tragedia. El vaso que se aplica al chorrito era más que duralex roca berroqueña y permanecía boca abajo sobre un cepillito, que convenientemente empleado, limpiaba las babas de todos los moscovitas adheridas al cristal: allí vino nuestro turno y nuestra perdición. El anhídrido carbónico que acompañaba al agua entró feliz en el estómago y habitó entre nosotros. Al principio como una visita discreta se mantuvo en silencio, pero luego, a medida que las cúpulas del Kremlin se aproximaban, comenzó a tomar una confianza que ya amenazaba asco. Desconocía, mientras me apoyaba en la ondulante biblioteca Lenin, qué ocurría en las tripas del prójimo, pero advertía los estragos en las mías. Logramos agruparnos decimalmente y entrar como casi un equipo de fútbol en el estadio de la Plaza Roja. 

Nessun commento: