Caxigalines nella Reguera'l Campizu

LA DEVOLUCIÓN RUSA



LA DEVOLUCION RUSA

Nunca olvidaré el día en que el Kremlin se estremeció ante mis ojos de extranjero recién cortada la digestión: la cola que camina hacia Lenin coleó en mi cabeza por espasmos y el paso de oca, verde prusia, que surge a las horas menos algo de la torre Spasky y se dirige al mausoleo eterno, fue pura escola de samba en mis párpados febriles.
Todo empezó a la salida del hotel, en el mismo momento en que confundimos a Gagarin con Yazine en el horizonte de la avenida. Nuestra cultura creyó ver en un jayán de acero, erecto y desdibujado, con una esfera a sus pies, la imagen de la araña negra que Marcelino cabeceó. Al acercarnos y llegar al pie mismo del mamotreto apreciamos que la pelota de pentágonos y hexágonos que intuíamos desde una lejanía moscovita era el globo terráqueo (también de pentágonos y hexágonos) que un día abandonó el cosmonauta de acero. Con esta confusión comenzó nuestra carrera de infortunios, maratón, tal vez, hoy que lo pienso.
Hasta aquel preciso instante el viaje, organizado por la agencia Sputnik en un alarde de ironía, no había estado nada mal: recorrimos la Unión Soviética sin pasar necesidades perentorias; conocimos multitud de razas rasgadas, aplicadas al comercio en la amplia dimensión de la palabra; merodeamos siempre, sin alcanzarlos, los lugares más interesantes e incluso descubrimos, gracias a los jarabillos más corruptos, los misterios de la genuflexión más ortodoxa e inoportuna. Entramos, asimismo, en iglesias de iconos y de cadáveres de ancianas paralelamente dispuestos; navegamos las límpidas aguas del Angará; nos emborrachamos en dachas ad hoc, decoradas con prostitutas chuleadas por expertos cubanos; regateamos un par de kopeks en las paradas del tren para comprar rábanos y bayas para el camino: cumplimos, en definitiva, los destinos encomendados sabiamente por la agencia; no sospechábamos, sin embargo, que aún nos aguardaba lo mejor.
En semejante trance éramos un ramillete de personalidades complejas; describirlas una a una sería perder el tiempo en vanas cuestiones sociológicas o psiquiátricas. Para el relato de la desgracia basta saber que diez era el número de los personajes elegidos y tres, como se verá, entre los que me incluyo, el de involuntarios protagonistas.
Aquel día, que era el último en Moscú, el último en la URSS y casi el último en la tierra, decidimos llegar al centro con la sabiduría adquirida en la Siberia que habíamos dejado atrás. Tras el error sobre el maciste metálico con el que comenzamos el periplo, erramos también por el metro y desembocamos, por aquello del cirílico, en la periferia. El nuevo error, sin embargo, no fue descubierto de inmediato. Aún recorrimos un par de kilómetros por edificios abandonados y por descampados sin otra vida que la prefabricada, mientras discutíamos -incluso acaloradamente- la belleza del centro de Moscú. Cuando alguien reconoció la equivocación o el arrabal, volvimos sobre nuestros pasos (aún firmes) y entramos de nuevo en el metró, que por aquel entonces, al menos, sabíamos pronunciarlo.
Bajamos entre robustas efigies de santos bolcheviques más de 100 metros, con el mapa de las líneas al revés. De esa manera providencial surgimos al aire de gran repollo hervido tres horas más tarde, justo cuando los paseantes de la ciudad desaparecen de la faz de la tierra y colean ante las colas que no cesan ante los restaurantes que no abren.
Llevábamos en nuestro ánimo y en la libreta el nombre del mejor restaurante de la capital. Hacia allí encaminamos nuestro cansancio y logramos con la ayuda de nuestra simpatía connatural (total: 50 rublos) encargar la cena para la excursión de 10 personas amantes de ir a todos los sitios siguiendo fielmente el sistema métrico decimal. La cena estaba casi asegurada: caviar (iraní, por supuesto), salmón (finlandés, por supuesto), champán (soviético, por supuesto) y un supuesto coñac armenio. El casi lo puso el tiempo que faltaba para el ágape y, sobre todo, un favor (o delito, nunca lo supimos, ni siquiera ahora) que, a instancias de un camarero lituano, debíamos cometer.
La comida, en cambio, era todavía asunto pendiente. Un ex-emigrante en Heildelberg, fotógrafo de nacimiento y carnicero en Sabadell, tomó las riendas del ya largo peregrinaje por Moscú y nos llevó (nos arrastró a algunos) hasta un local, cuyo nombre confundimos entre los espejismos del hambre y nuestro particular y fracasado curso de ruso en el avión de Aeroflot.
El restaurante tenía un brillo prerrevolucionario, especialmente notable en las lámparas lacrimógenas que pendían del estuco color pastel que invade, también prerrevolucionariamente, toda la ciudad. Las ex-marquesas que organizan los banquetes nos colocaron entre las cuatro tetas de dos colosales ninfas que con cara de desgana comprensible sostenían el local. Comenzamos a sospechar que no comeríamos cuando nos dejaron el menú cirílico y Paco de Ayerbe, nuestro amojamado compañero, decidió ir al báter en francés y en inglés y sólo logró la sonrisa de la ex-baronesa que colocaba los cubiertos. Como en una ruleta rusa, entonces, pusimos el dedo allí donde cada uno sospechaba que las letras escondían manjares más suculentos. La elección siguió, sin saberlo, el método establecido por la alta cocina rusa, de modo que comimos lo mismo que habíamos encargado para la cena. ¿Qué importa esta coincidencia, tras 15 días de esmetanas decimonónicas, coles revenidas y kefires embotellados en Petrogrado? Lo cierto es que zampamos y bebimos como posesos, al mismo tiempo que observábamos de reojo alguna mueca de complicidad en el tintineo prerrevolucionario de las arañas.
Los buches estirados, el cerebro plano del vodka, decidimos continuar nuestro previsto paseo por las calles moscovitas, antes de que cayese el invierno. Pagué yo la cuenta después de haberme lanzado con ímpetu a la camarera que no cobraba y de tropezar con cuanta alfombra había a mi paso. Aún recuerdo la escena con exactitud: una ex-marquesa, rival, sin duda, de las ninfas, comprobaba sobre una silla ya revolucionaria las sumas de nuestros platos con una lentitud no exenta de pereza, mientras la ex-baronesa le explicaba en cirílico que habíamos tomado champán y le comentaba en voz baja, seguro que también en cirílico, que habíamos comido como auténticos cerdos: la sonrisa la delataba. Puse los 200 rublos que me demandaba sobre el platillo de cobre y me encaminé hacia la puerta giratoria, no sin antes despedirme con melancolía de los muslos escorzados de las ninfas.
Todos reunidos los diez, a modo de marabunta, subimos la calle Gorki, besamos los pies a la estatua de Pushkin y nos dejamos fotografiar bajo los paraguas recién comprados y recién rotos. Arreciaba la lluvia y nos refugiamos en una galería que exhibía en sus escaparates calzoncillos ensangrentados, caballos de madera cuyo rabo terminaba en lápiz, ojos que eran sillas y, sobre todo, cuadros de chamanes en pleno ataque epiléptico, casi futuristas. Salimos de aquel laberinto con la ayuda de un buriato que comía shaslik mientras hacía la mili y retrocedimos por la calle Gorki hasta el Kremlin. La tarde era plomiza, pero afortunadamente había dejado de llover. Paramos en cuanta tienda pudiera albergar gorro de astracán y paramos también, desgraciados nosotros, ante las máquinas que destilan agua por un kopek en la calle. Todavía hoy las náuseas se agolpan en el esófago al recordarlo, pero qué precipitación y ansia nos asolaron en aquel instante. El regusto salado del caviar exigía agua con indisimulada urgencia y nosotros se la concedimos sin sospechar la tragedia. El vaso que se aplica al chorrito era más que duralex roca berroqueña y permanecía boca abajo sobre un cepillito, que convenientemente empleado, limpiaba las babas de todos los moscovitas adheridas al cristal: allí vino nuestro turno y nuestra perdición. El anhídrido carbónico que acompañaba al agua entró feliz en el estómago y habitó entre nosotros. Al principio como una visita discreta se mantuvo en silencio, pero luego, a medida que las cúpulas del Kremlin se aproximaban, comenzó a tomar una confianza que ya amenazaba asco. Desconocía, mientras me apoyaba en la ondulante biblioteca Lenin, qué ocurría en las tripas del prójimo, pero advertía los estragos en las mías. Logramos agruparnos decimalmente y entrar como casi un equipo de fútbol en el estadio de la Plaza Roja.
Tras unas vueltas en el tiovivo de los almacenes Gum en busca ellos del gorro de astracán y yo de los servicios, decidí que lo mío era más urgente y salí corriendo y alcancé la calle y busqué un lugar y allí vacié mi alma. Sólo recuerdo mis mocasines de ante moteados por las salpicaduras y la madera turbia de los servicios a los que acudí a limpiarme. De lo demás sólo retengo una nebulosa en la que se mezclan la mirada de los tranvías, los coches oficiales detenidos ante S. Basilio y la moneda en el platillo de la que no friega en los toilettes. Al cabo volví a la plaza que se movía y hallé nueve sombreros de astracán falso que se preguntaban absortos dónde me había metido y no se atrevían a averiguarlo. Les narré mis inclinaciones (todas) y mis aptitudes (las más inmediatas) y deduje que despreciaban los detalles, de modo que traté de desviar, además de mi mirada, ya largo rato descompuesta en las estrellas brillantes del Kremlin, la conversación.
Se cumplía el plazo que el camarero lituano nos había impuesto para perpetrar el encargo. Confieso que si en aquel instante me hubieran sugerido la posibilidad de besar con arrobo y alevosía la momia encerada de Vladimir Ilich Ulianov lo habría hecho sin ningún rubor: hoy, que conozco los pasos sucesivos de mi debacle, puedo asegurarlo, habría sido preferible. Se decidió entre los concurrentes -ignoro quién fue el ocurrente, aunque estoy por asegurar que yo mismo- que Gabriel y yo cumpliríamos lo semipactado: nuestro don de gentes y nuestro particular conocimiento de los diez primeros números en ruso nos confería preminencia.
Nos dirigimos, entonces, Gabriel y yo al Slavianski Bazar, que así se llamaba el restaurante de la cita. Oleadas de moscovitas, ajenos a mi delicada situación estomacal, zampaban helados de papel, de difícil definición. Al cruzar la calle se nos acercó una suerte de Karamazov atravesado por la penuria y nos remitió de un zurrón caqui un frasco de valioso caviar, mientras miraba al infinito de la calle y susurraba buon mercato, buon mercato. Habíamos hallado en plena zarabunda escatológica y en medio de la estepa el alma del zoco y esa oportunidad exótica no la podíamos dejar escapar. Por ello y aunque ya íbamos aviados del funesto caviar, adquirimos, entre amagos de repugnancia, las maléficas huevas.
El rótulo del restaurante se hizo esperar durante los 30 minutos que siguieron al momento de pasarlo de largo por primera vez. La memoria en momentos tan frágiles como el nuestro se debilita extraordinariamente. De todas maneras, me sirvió para visitar con especial asiduidad y, sobre todo, con especial recogimiento casi todos (dos, en total, cree recordar hoy Gabriel que los frecuentó con parecidas ansias) los servicios públicos de la ciudad de los zares.
Entramos en el local pasadas las siete de la tarde y lejos de encontrar un maître al acecho hubimos de buscarlo en la cocina, donde departía más que amigablemente con una georgiana de carnes casi breznevianas. Sonrió, abandonó el manjar y nos condujo hasta una especie de oficina, que en realidad era el ropero. Allí nos comunicó el plan como pudo: primero apelando al inglés, luego a la mímica y, por último, a un colega que en sus ratos libres practicaba el francés con las filles très jolies de la France que envodkaba. Tartamudeaba al hablar y eso nos ayudó mucho ya que repetía constantemente, a modo de consigna, que era très important y que pas des problems avec la police. Temimos que no iba a traspasar ese pequeño umbral de las prevenciones, pero después de todos los titubeos logró traducir el recado que el camarero le iba relatando. Cuando acabaron el uno de hablar y el otro de tartamudear francés la suerte ya estaba echada y en nuestras manos ya había veinte dólares, treinta y siete marcos, ciento veinte francos y cuarenta libras esterlinas, al margen, claro está, de dos botellas del inevitable champán soviético para cuando todo hubiese acabado.
El todo consistía en aprovechar (ellos) nuestra condición de extranjeros que pueden entrar en tiendas sólo para extranjeros y comprar radiocasés y vídeos y televisores que los extranjeros pueden comprar en el extranjero, incluso más barato. Con el dinero que envolvía una goma podríamos comprar dos radiocasés para ellos, japaneses, s'il vous plait, avec deux cassettes, bien, bien, tout bien, grands, comme ça, bien, bien, ok. Con los objetivos francamente expuestos nos metimos los cuatro en un lada verde tapizado en leopardo. Comenzó a llover de nuevo, como si los cielos pretendiesen apurar nuestra desgracia. Lo cierto es que entre el decorado alucinógeno, el tartamudeo del copiloto y el tubo de escape inexistente no logramos entablar charla alguna durante el trayecto; sólo en el conflictivo cruce de la biblioteca Marx se sintió la portentosa voz del camarero lituano mientras enseñaba con orgullo el dedo corazón a los conductores que trataban por todos los medios de embestirnos.
Tras un tripi inolvidable nos detuvimos frente a la tienda prometida. Recibimos los últimos mandamientos mientras posábamos los pies en una charca, cuyas aguas no habían sido convenientemente separadas, y disimulamos como pudimos el nerviosismo uniendo sin pudor el índice y el pulgar con una mano y erigiendo el pulgar con la otra como si pulsáramos la tecla invisible del puro canguelo. Cuando nos incorporamos sobre la acera, el mundo volvió a cobrar la misma inestabilidad para mis retinas. Todo comenzó a dar vueltas, incluso la mole imperturbable del Hotel Ucrania, allá a lo lejos, sobre el río, aquí cerca, hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia abajo, en espiral, siempre culminada por una estrella de cinco puntas encendida como el carbunclo prepucial de los mandriles. Me repuse por un instante apoyado en el hombro de Gabriel y entramos en la guarida de los radiocasés.
Antes de llegar a ellos, recorrí con los ojos de un náufrago las estanterías, repletas de pellejos de astracán, cajas destempladas de laca, figuritas de marfil de Omsk con un cazador, matrioskas de aspecto fiero, freudianas, y vodka, mucho vodka, siempre con moneda foránea. Ya alcanzaba mi vista los aparatos musicales en cuestión cuando mis vísceras, inestables y móviles, pretendieron protagonismo. Las estanterías se nublaron. El suelo de blanco sintasol se convirtió en mosaico pompeyano, quizá pop. La puerta, de mostrenca forma, fue, por instantes, giratoria. Aunque me hallaba en circunstancias escasamente admirables, controlé mis impulsos y, sin abrir boca, o mejor dicho, tapándola, salí en silencio, con las manos casi implorantes, lívido, a la calle, al charco, a la esquinita amiga, protectora, para expulsar los demonios carbónicos de mi alma anegada. Confieso que en aquel momento aún tuve arrestos para contemplar el escaparate y sonreir fugaz ante el reflejo fantasmagórico de un extranjero sujetando el occipital tal y como su madre le había enseñado a hacer en las infinitas ocasiones en que visitaba las cunetas y sonriendo estúpidamente a un escaparate en el que sólo había un triste maniquí desnudo.
Entretenido como estaba ante la muestra patente de mi desdicha, no advertí la presencia de Gabriel, que, alarmado por mi desaparición repentina, había salido de la tienda y alargado hacia mí un pañuelo, cuyo probable valor sentimental fue saqueado allí mismo por mi cara bonita. No logro recordar lo que me dijo; sólo acierto a retener su imagen adánica, bajo un paraguas roto desde Melilla, afeitado por debajo de la epidermis, con las botas de plástico de todo un húsar, y atravesado, a la manera épica de los Joan Serra, por una bandolera azul, de letras blancas donde se leía International Tours en diagonal.
La reentrée en la tienda fue poco menos que triunfal: las dependientas festejaban, entre estupefactas e irrespetuosas, nuestra entereza; los clientes japoneses reían ciegos mis tambaleantes andanzas, mientras probaban, a modo de albarda, tristes visones que se mordían indefensos la cola. El espectáculo, a juzgar por lo festivo de los oblicuos rostros, debió de ser apoteósico. Gabriel, sonrojadísimo, casi bruno por la pena, corrió hacia los aparatos musicales; se detuvo ante el más extravagante y lo sopesó con los ojos; determinó con la urgencia que aquel era el mejor y me reclamó para decidirlo. Asentí con la misma urgencia, justo en el mismo momento en que el aparato era bajado del anaquel y entregado con exquisita ceremonia por la dependienta a uno de los miles de japoneses que poblaban el establecimiento. Tratamos de articular alguna palabra, alguna queja, pero en aquel momento sólo mi estómago creía articulable.
Con temor a rizar el rizo de nuestro bochorno huimos lentamente de la tienda hacia el lugar donde dañaba el paisaje el color verde del Lada ya algunas veces maldito. Previmos la cara de estupor de nuestros anfitriones de fechorías y nos adelantamos a farfullar desolés, desolés, con frenesí y a meternos en el coche y a largarnos que ya era hora. Yo ya abría las puertas del bólido cuando el copiloto abrió la suya y salió disparado hacia un simulacro de parque, mientras nos hacía señas, con una mano mutilada y repleta de muñones imperfectos, de que le siguiésemos. Apenas entrados en el bosquecillo, Gabriel se detuvo; al principio supuse que para desplegar el paraguas melillense; luego comprobé que era para desplegar de manera inequívoca su particular sentido de la amistad. Allí entre los matorrales lo avisté, doblegado, hundido, con la bolsa azul de International Tours como muleta, su paraguas como parapeto de sus angustias, y las botas de cosaco como recipientes de sus muchas almas. En aquel momento me descubrí a mí mismo en aquel catalán articulado y me di pena, me di una inmensa pena, que aún hoy, cuando lo recuerdo, no logro arrebatar de mi vida. Acudí al lugar del siniestro no para ayudarlo o para ofrecerle nuevos pañuelos, sino para agradecerle todo lo que acababa de hacer por mí. Sonrió cuando le di las gracias y volvió a doblarse expresivamente solidario.
Tras la entrañable catástrofe, emprendimos el camino con el camarero que ya empezaba a ser Petrov. Soportamos algunas insinuaciones sobre nuestro calamitoso estado en forma de relámpagos de risa dorados, procedentes de todo un altar de iconos dentales, acompañados de medio dedo pulgar que indicaba la garganta. Pretendía contarle lo del agua carbónica que carbonizaba, pero advertí que cuando yo decía eau su sonrisa era más escandalosa, más peligrosamente cómplice incluso, de modo que era mejor tambalearse de nuevo y seguirle la corriente.
La corriente llevaba a otro establecimiento, éste, al parecer, especializado en aparatos electrónicos. Agradecimos que no ocupase el escaparate ningún maniquí y entramos, entusiasmados con la novedad, en el local. Las estanterías rebosaban artículos de consumo y los pasillos eran cajas aún sin desembalar. En nuestro peregrinaje por la tienda llegamos, al final de la misma, a una especie de bar rojo, encarnadísimo, donde lozanos alemanes enjarrillaban inciertos bebedizos, mientras ciertas jovencitas, hombro con hombre, acompasaban sus tragos más de lo imprescindible. Con el asombro en el rostro ante tamaño bazar de las sorpresas, retrocedimos en busca de alguien que nos atendiese -noble cometido- en aquella tienda.
Al regresar a la entrada topamos con un extraordinario radiocasé japonés, con doble pletina, doble altavoz, doble dolby y doble precio. Hicimos cuentas con el manojo de billetes y comprobamos que sólo podíamos comprar uno. Salimos de la tienda con el fin de consultar a nuestro Petrov si no tenía ningún inconveniente en que hiciésemos la mitad del recado. Da, da, da, da, nos apremió, mirando a su reloj inexistente.
Volvimos al local dispuestos a todo: arrebatamos avaros el aparato del estante y lo pusimos delante de la cajera para que nos cobrara. En un ruso magnífico nos señaló a otro individuo, que, al parecer, era el encargado de empaquetar, de vender y de charlar con los clientes hasta, como pudimos comprobar, la extenuación. Eran las siete menos cuarto cuando posamos el radiocasé sobre el mostrador y daban las siete cuando el tal individuo, interrumpiendo su animosa conversación, nos hizo ver en un inglés prístino que la tienda estaba closed. Nos miramos como las efigies en las monedas, sin dar crédito a lo que acabábamos de oír: closed, closed. Agitamos el radiocasé en señal de tímida protesta y él agitó su muñeca, primero para enseñarnos la puntualidad de su cronógrafo japonés, y luego, ante nuestra insistencia, a veces malhiriente para quien conoce nuestro idioma, para mostrar las potencialidades de su perímetro moscovita. Dimos las gracias por su atenta enseñanza y salimos veloces al exterior lluvioso.
Habíamos eludido la espada; aún nos quedaba la pared de Petrov. Lo vimos despistado, fumando detrás de las acacias. Miró nuestras manos y yo vi entre las hojas del árbol una gran interrogante, como la que pintan en las historietas. Como dos resortes pavlovianos desnudamos Gabriel y yo nuestros brazos y golpeamos con el índice la esfera de nuestros relojes repetidas veces: time, clock, closed eran las excusas, las esclusas de la pared que creíamos adivinar. Todo hay que decirlo: nos equivocamos; el gran Petrov restó importancia al fracaso y nos acunó como hijos suyos, palmeando nuestros lomos con ternura. Le devolvimos, torpes, quizá demasiado conmovidos, el fajo impertinente de billetes, pero su prudencia no los admitió: dans l'auto, dans l'auto, s'il vous plait. Disimulamos como pudimos y, entonces, rodaron los billetes por el suelo, volaron Isabel II, la Republique Française y Washington un par de metros antes de posarse sobre el charco discontinuo de Moscú. Recogimos el dinero y nos encaminamos, con una vergüenza de siglos, hacia el coche verde Lada con asientos de leopardo absolutamente abatido.
El camarero lituano -que comenzábamos a apodar Grasaukas por merecidas razones- dormitaba, asido, como en una pesadilla, a la palanca del cambio. Tan pronto como nos oyó abrir la puerta, buscó con los párpados sonámbulos el paquete del recado. No hallándolo, interrogó a su amigo Petrov, mientras miraba cómo extendíamos la mano para devolverles el ramillete de dinero que quemaba. Encendió el motor y murmuró algo encima del volante forrado de pelusilla blanca. El silencio se apiadó de nosotros y nos prometió un remansado viaje de regreso.
Moscú, a esa hora gris del crepúsculo, era una ciudad agitada. Las anchísimas avenidas, ocupadas por los raíles del tranvía, no eran obstáculo para que los transeúntes las cruzasen enfebrecidos y los automóviles, sin disminuir un ápice su velocidad convulsa, tratasen de sortearlos con sabia pericia. En la calle Kropotkin cuatro soldados cruzaban un paso de cebra al estilo Abbey Road; en la calle Arbat dos fakires, descendientes directos de aquellos tártaros que nadaron el Volga y fundaron la ciudad, expulsaban, besándose, el fuego de las entrañas; en la calle Kalinin escuchamos como en una tómbola las voces de los profetas, atados a las barbas de miles de rasputines, que anunciaban un apocalipsis de vodka y caviar.
Gracias a esa visión fugaz, simultánea, desde las ventanillas de un coche casi grotesco, comprendimos, ya a la altura de la avenida Karl Marx, el alcance de nuestro mare magnum; el estómago había tomado un ligero respiro a fuerza de vaciarlo; los párpados ya no enturbiaban el horizonte; la mente obraba con oportuna diligencia. En ese momento de lucidez, en medio de un cruce hirviente, la policía detuvo el automóvil. Nuestro Grasaukas bajó la ventanilla y buscó entre la piel de leopardo el carné de conducir. En los asientos de atrás Gabriel y yo, separados por las dos botellas de champán que entraban en el trato, contrajimos nuestras exhaustas vísceras. El agente, con un mostacho notablemente hostil a la belleza, nos reclamó la documentación; balbuceamos algunas palabras en un inglés preocupante y miramos con piedad a nuestros anfitriones. Atajó nuestros balbuceos la voz poderosa y fluída de Petrov que repetía con cierta constancia Spanski, Spanski. Ignoro si acompañó a tal seña de identidad algún adjetivo conmiserativo de nuestras circunstancias. Lo cierto es que el policía, sin dejar de observar nuestro petrificado aplomo como sanestebanes dispuestos a la lapidación, aflojó sus labios con una picardía extraña. Devolvió el carné a Grasaukas, golpeó entre risitas el techo verde del coche y nos permitió seguir el camino. Ni Gabriel ni yo nos atrevimos a escrutar el motivo de las risas que se perpetuaban más recias si cabe en el coche: nos vimos amoldados al tráfico de nuevo con la sensación nada nueva de haber sacrificado de nuevo nuestra dignidad.
Después de tres semáforos absolutamente ignorados, descabalgamos del leopardo frente al restaurante de partida y entramos, flaqueando aún por el último estupor, en el local. Pocas palabras cruzamos en aquel momento con los promotores de la odisea; parecían ignorarnos tanto como a los semáforos y decidieron recobrar las botellas de champán con tanto sigilo y elegancia que cuando caimos en la cuenta era ya tarde y habíamos decidido matar el tiempo -ya que de otras cosas se ocupaba el agua- con un paseo por la plaza Roja.
Habíamos quedado citados con el resto de la expedición gastronómica en el mismo restaurante. Eran las ocho y todavía quedaba una hora para el castigo, así que optamos por airear el palmito, ciertamente deteriorado, por las calles que circundan el Kremlin. Con un paso ligero bajamos la calle 25 de octubre hacia la plaza Roja. El gentío había disminuido sensiblemente y sólo permanecían en la calle los proletarios del mundo unidos por un ferviente vidrio, transparente como las aguas del lago Baikal; algún taxista que destripaba el capó de su coche, varado como casi todos en las aceras, esperando, también como todos, el paso veloz del tiempo; y algunos veteranos de Afganistán, ataviados tristísimos, con las puntas deliberadamente romas de sus malas estrellas. Entre aquel depósito de ex-konsomoles rendidos sólo podían caminar, con similar derrota, dos forasteros como nosotros, perjudicados por el agua, por una especie de noria verde y por un maniquí en bolas absolutamente deprimido.
El paseo fue amenizado en su último tramo, justo sobre el antiguo cadalso zarista a los pies de S. Basilio, por un zíngaro que exhibía con orgullo la argolla de su oso perdido. Nuestras andanzas concluyeron, por imperativos letales, un poco más adelante, frente al Rossía. Allí, ante el compendio de los hoteles, nos vinieron unas ganas ubérrimas de exorcizar de nuevo el alma, inefable y críptico suceso que nos venía asolando de lejos, como si fuera un atrocísimo microbio insaciable. En esta ocasión la Fortuna fue con nosotros generosa y permitió que en medio del vestíbulo encontráramos una cuidada cafetería con lavabos incluídos. Saqueamos nuestros depósitos con nuestros mejores desánimos y volvimos sobre nuestros pasos para acudir a la cita.
Llegamos al Slavianski Bazar cuando las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, a la misma hora que los moscovitas eligen para buscar refugio, como nosotros, en los restaurantes de los hoteles, donde se amartelan emocionados, donde danzan infinitamente entre bocado y bocado, y donde recogen las babas de los extranjeros, incrédulos ante el trajín febril de las parejas. No recuerdo en mi vida incendios tan amorosos como los que arden en el interior de los salones de baile de los hoteles de Rusia: las mujeres descubren los hombros hasta las mismísimas fronteras del abismo, descubren la magia del vodka que las impulsa hacia adelante, que las arquea en los giros del baile y que las reposa, dulces, casi muertas, sobre las mejillas de su amor, en un cachetitos de fuego; los hombres, al otro lado del baile, descubren su pecho, siempre ahorcado por la corbata, descubren los hombros descubiertos por las mujeres y se lanzan a morderlos, con parsimonia al principio, fieramente humanos al final, como una espuela de hambre. Ambos mundos se reflejan encendidos en los dientes de oro que mutuamente se obsequian, callados huéspedes del frenesí.
Allí, entre la turbamulta y el resplandor de las muelas, al fondo de un pasillo encarnado, hallamos a nuestros compañeros, pálidos, exangües incluso, entre la alfombra roja que envolvía el vestíbulo. En un banco también enrojecido yacía Jesús de Riglos, el tercero en la concordia de compartir el vaso de agua zotal. Al parecer, por lo que los demás acertaron a contar, ya que el heroico cazador de jabalíes dormía la siesta, el veneno había hecho estragos en el pobre hombre desde la misma Plaza Roja, donde parecen comenzar todas las devoluciones, hasta las inmediaciones del restaurante, donde, por la propia gula, parecen terminar.
Todo el relato de su desgracia, salpicado de tiernas alusiones a la nobleza baturra del protagonista, fue continuamente alterado por el vocerío que procedía del interior del local. Como no podíamos proseguir con la narración de los hechos, que, por otra parte, nos resultaban tan familiares que nos conmovían, decidimos penetrar en el comedor. En el mismo umbral sufrimos la primera decepción: a la vista de los caviares extendidos por las mesas, Gabriel dio la vuelta y desapareció para el resto de la noche. Más tarde conocimos su via crucis, lo del vestíbulo, lo del taxi, lo del hotel, lo de la habitación, lo de la cama. Pero en aquel momento, aturdidos por la Rusia de balalaika y pandereta que invadía el comedor, no nos dimos cuenta de la ausencia de uno de los pilares de la devolución.
El camarero lituano quiso agradecer nuestro pundonor en el encargo reservándonos una mesa afortunadamente lejos del escenario. La música atronaba el comedor, acompañada, como si no fuera suficiente la conmoción, de los brincos bestiales de un grupo folklórico que aspiraba, en instantes de ocasional demencia, a quedar colgado de las vigas del local. El baile (es un decir) consistía en atravesar las piernas con una desesperación notable y adoptar, al mismo tiempo y con los brazos cruzados, una pose de equilibrio y sosiego fuera de toda duda. Fue, para mí, incluso en aquel instante en que mis tripas me preocupaban, la imagen exacta del país, el emblema del viaje, incluso, si alguien me apura, el símbolo de la propia vida. Me reí al pensarlo y decidí desterrar tan absurda idea, pero hoy, que vuelvo sobre aquellos pasos, me veo vestido de zíngaro, zumbado por el acordeón, tratando de acompasar mis piernas convulsas que se me cruzan con el rostro sereno de quien reconoce la brisa y los naufragios.
A la media hora la música folklórica cesó y comenzó a prepararse sobre el escenario una pequeña orquestina que pronto entonó viejas canciones a cuyo arrullo las parejas, enfebrecidas aún más por el champán, se entregaron sin pudor. La fiesta comenzó a animarse cuando el carnicero de Sabadell comenzó a arrimarse a una teutona que demandaba fuego en aquella hoguera de pasiones. En ese mismo instante el teutón que la apacentaba resolvió apagar tan impertinentes bengalas con gritos desaforados. El carnicero, acostumbrado al punzante sonsonete de quien quiere falda y no codillo, mantuvo el tipo con serenidad y apalabró con el individuo una botellita de champán mientras la manzana de la discordia trataba de pudrirse de aburrimiento en los brazos cruzados de un zíngaro, ahora reconvertido en trompeta de la orquestina.
El tiempo fue vaciando el local y las parejas fueron abandonando su universo de besos para arrastrarse por Prospekt Marxa camino de alguna dacha imposible. Era hora de regresar al hotel, de decir adiós a todos los Moscús que habíamos visto y de abrazar los Moscús que intuíamos aún por debajo de la copa azulada del vodka. No tengo buena memoria para este final tristísimo: sé tan sólo que besamos las bocas de los camareros tres veces y robamos los caviares, las botas de un cosaco y las borlas rojas de la camisa de Tatiana, mi bailarina. Aunque intento recordar más hechos de aquella despedida soy incapaz de trasladarlos a este papel cansado: sólo retengo finalmente, como estampa última las luces mortecinas del restaurante, apagadas justo cuando doblamos la esquina y ya Moscú dejaba de creer en las lágrimas.
El camino al hotel desde el Boslshoi hasta Gagarin fue lo suficientemente subterráneo para que nuestra orientación perdiese de una vez por todas el sentido. Desnortados, en medio de una avenida infinita, saqueados por el champán unos, otros por la lujuria, los más por la pereza, ofrecíamos un espectáculo lastimoso. El más sobrio paraba los taxis a porta gayola, el más empecinado quería alcanzar el estadio Lenin porque desde allí, aunque con 5 kilómetros más de andadura, sabía perfectamente llegar al hotel a las 7 de la madrugada; la más turbia recordaba los castigos escolares, los brazos cruzados y la cabeza agazapada sobre el pupitre, babado por el sufrimiento (prefiero ignorar la razón de tal asociación de ideas), la más escéptica proponía axilarse bajo las marquesinas de los autobuses a la espera del alba, el inquieto sollozaba sobre un pravda olvidado, la romántica soñaba con lo inolvidable de aquel momento. Frente a todos, de pie sobre el bordillo, el carnicero de Sabadell sacaba con su último flash su última foto, la misma que ahora contemplo mientras pienso si valdrá la pena algún día remover de nuevo la memoria y contar cómo acabó ese último día en Moscú. Hoy, un jueves de mayo, sobre la ría en calma, prefiero recordarlo en silencio.


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