La vieja bellaca me tomó de la mano y acercándome hasta ella me dijo: "Esta es la camisa que yo os quiero vender, pero antes quiero que la probéis, que ya me la pagaréis después". Como hombre tímido que soy, me turbé sobremanera. Con todo, al quedarme solo con ella en la oscuridad (porque la vieja salió de inmediato de la casa y cerró la puerta) me puse a fornicar de un tirón. Y aunque la hallé floja de nalgas y húmeda de vulva, y aunque le hedía un poco el aliento, pese a todo, mi ardor era tal que la cosa funcionó. Así que, terminado el asunto, me vinieron ganas de ver la mercancía, de modo que tomé un tizón de una lumbre que había por allí y encendí un candil que estaba encima; y apenas lo había prendido que estuvo a punto de caérseme de la mano. ¡Ay de mí! Casi caigo al suelo fulminado: ¡hasta tal punto era fea aquella mujer!. Y lo primero que se apreciaba era una cabellera entre el blanco y el negro, esto es, canosa; y aunque tenía una buena calvicie en la cocorota, por la que se veía pasear nítidamente algún que otro piojo, con todo, los pocos pelos que tenía se le mezclaban con la barba y le tapaban hasta las cejas. Y en el medio de aquella cabeza pequeña y arrugada tenía una cicatriz de quemadura que parecía marcada a fuego en la columna del mercado. En cada extremo de las cejas, junto a los ojos, tenía un mechoncillo de pelo lleno de liendre. Un ojo estaba más alto que el otro y eran de diferente tamaño. El lagrimal se hallaba colmo de legañas, las pestañas de los párpados despeluzadas. La nariz ganchuda llegaba hasta la barbilla y uno de su orificios estaba rajado y lleno de mocos. La boca parecía la de Lorenzo de Medici, pero torcida de un lado, de donde salía algo de baba, porque, al no tener dientes, no podía retener la saliva. En el labio superior tenía bigote largo, pero ralo. La barbilla era de forma puntiaguda, torcida un poco hacia arriba y de ella pendía algo de pellejo que se unía con el gollete del cuello. Me quedé pasmado y enteramente aturdido contemplando aquel monstruo; y, al darse cuenta, quiso decir un "Señor, ¿qué os sucede?; pero no lo consiguió porque era balbuciente; y al abrir la boca salió un aliento hasta tal punto putrefacto que, al sentir tamaña ofensa golpeando en las puertas de aquellos dos escrupulosamente sentidos, ojos y nariz, se produjo tal náusea en mi estómago que éste no pudo con ello y todo se revolvió y todo bien revuelto se lo vomité encima.
Avanzada la tarde, me vuelvo a casa y entro en mi despacho. Y en el umbral me despojo de mis vestidos cotidianos, llenos de fango y lodo, y me visto de ropas nobles y curiales. Entonces, dignamente ataviado, entro en las cortes de los hombre antiguos, donde, amablemente recibido por ellos, me deleito con ese alimento que es sólo para mí y para el que yo nací. Y no me avergüenzo de hablar con ellos, y de preguntarles por las razones de sus acciones. Y ellos, por su humanidad, me responden. Y durante cuatro horas no siento ningún aburrimiento, me olvido de toda ambición, no temo la pobreza, no me da miedo la muerte: me transfiero enteramente donde están ellos.
A edición, cunha introducción sinxela pero moi interesante, que corre a cargo de Juan Manuel Forte, preséntase cun primor insólito para este tipo de libros, con ilustracións e unha tipografía elegante. Sen dúbida, coa ellegantia que merece este diplomático e político florentino que precisa dunha nova lectura dos seus marabillosos textos.
3 commenti:
Non hai dúbida de que as afinidades electivas transcenden os séculos.
Menuda descrición.
Supoño que vostede coñecerá o capítulo laudatorio que Vallejo Nájera - fillo, por suposto- lle adica a Maquiavelo en "Locos egregios".
Non manca finezza......
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